sábado, 27 de diciembre de 2008

El PERU Y SU DESTINO por Francisco Igartua - Revista IDEELE - Instituto de Defensa Legal


Me pide ideele que responda un largo rosario de preguntas en cuatro o cinco cuartillas. O sea, me pide un milagro; no sólo por el cúmulo de interrogantes, sino por el tema que éstas abordan: razón de ser y destino del Perú. Una tarea que le costó toda una vida a Jorge Basadre, debo yo concretarla, a la carrera, en unos cuantos párrafos... Y como a la inconsciencia le está permitida todo, acepto el reto. Comenzaré por el nacimiento del Perú como república.

Se dice con suficiencia doctoral que la pobre existencia del Perú y de los demás países latinoamericanos se debe a que no fuimos colonizados por los sajones protestantes sino por los católicos españoles. De ahí –afirman estos sabios profesores universitarios nórdicos–, de ese punto de partida, resultamos siendo lo que somos: países margi­nales.

Y el hecho es irrefutable si no se entra al meollo del asunto. Es cierto que Inglaterra y el protestantismo colonizaron los Estados Unidos y que su costa atlántica fue refugio del excedente poblacional del otro lado del océano. También es verdad que esos colonos con nivel cultural relativamente alto gozaron de reglas económicas liberales y que Inglaterra tuvo a los Estados Unidos como una especie de extensión de las islas británicas, donde se invertía y donde se permitía el intercambio comercial con el mundo.

Pero ocurre, a la vista de cualquier observador desapasionado, que la comparación es impertinente y racista. Por lo tanto, España no colonizó América: la conquistó y la convirtió en territorios productores de riqueza para la metrópoli. A América no se trasladaron colonos sino soldados y funcionarios españoles. España no tenía entonces, luego de guerras sin fin, y con sus tercios ocupando Europa, excedente para exportar. El único proyecto colonizador que hubo en la América española es el de las misiones jesuitas en Paraguay, una colonización no hecha por blancos que desplazaban a los indígenas sino por indígenas guiados por unos cuantos frailes.


La presencia de España y Portugal en América no fue colonizadora –en el sentido que le estoy dando a la palabra–; fue parecida a la de Inglaterra en la India y África... ¿Y qué es lo que vemos ante nuestros ojos? ¿Qué queda en limpio de la presencia inglesa en esas tierras?... En este terreno, colocados así en situaciones similares, es que cabría hacer la comparación; y no será España, por supuesto, ni el moreno mundo latino, los que salgan mal parados de ella.

Producto de ese sistema virreinal español es el Perú republicano, y de ese Perú es del que debemos dar cuenta los peruanos, los habitantes de una república que nació con la independencia, pues nuestro pasado precolombino se quedó olvidado y escondido en las inmensidades del Ande y nunca tuvo –ni tiene ahora que va bajando de las alturas– arte ni parte, como no sea derramar su sangre en los muchos desastres y pocos aciertos del Perú republicano. Este Perú que va en camino de hacerse nación y cuya razón de ser, paradojalmente, más tiene que ver con su pospuesto pasado indígena que con la Lima virreinal. Un pasado que sí pesará en el Perú de mañana.

¿Qué tenía el Perú al nacer y qué tiene ahora?... Es la primera pregunta que me hago, recordando una nota de prensa que da cuenta del descubrimiento, en el fondo del mar, de un galeón hispano en las cercanías de Guayaquil. Ese galeón, contaba el cable, había estado cargado con barricas de vino, con peroles de cobre, con vasijas de aceite y gran cantidad de monedas de oro y plata. El galeón, construido en América, había ido cargando la mercadería en los puertos de la costa peruana y había naufragado al tomar rumbo a Panamá. Corría el siglo XVIII.

¿Qué hicimos los peruanos con esa economía que heredábamos del virreinato español?... Ese galeón, salido de astilleros peruanos, llevaba mosto transformado en vino, olivas convertidas en aceite, cobre hecho peroles y monedas de oro y plata acuñadas en el Perú. O sea, en ese entonces nuestra riqueza salía con valor agregado por una industria no tan incipiente para la época.

¿Por qué no continuamos los peruanos por esa ruta? ¿Por qué echamos por la borda esa oportunidad y nos transformamos en exportadores de materia prima?
El hecho, sin embargo, tiene alguna explicación: mientras en el norte de América no había mayores trabas para el intercambio comercial, en los virreinatos españoles todo estaba sometido a una estructura comercial sumamente rígida y centralizada. Nada podía intercambiarse, ni siquiera de un virreinato a otro, sin la intervención de la metrópoli. Una metrópoli que, además, en el siglo XIX se encontraba en la más absoluta decadencia y no podía siquiera seguir siendo mercado para América.

La situación del Perú de esos años podríamos compararla con lo que ocurre hoy en las naciones del Pacto de Varsovia, luego del derrumbe del comunismo soviético. A la mayoría de éstas el cataclismo sufrido las ha dejado convulsionadas, y la misma poderosa Alemania no logra todavía absorber la crisis de su lado oriental... Y se me ocurre que el derrumbe del imperio español, también centralista y dogmático, debió parecerse a la caída del Muro de Berlín.

Lo que sí no tiene explicación son los yerros de la república peruana posteriores a las anárquicas pugnas entre nuestros anacrónicos caudillos de los primeros años, que fueron sin duda producto del trauma que significó para los peruanos en general nuestra inesperada independencia y, también, de la inmadurez criolla, abanderada de ese alzamiento libertario.

Por lo tanto, ¿por qué han fracasado siempre, lastimosamente, los intentos por institucionalizarnos, y por qué hemos aceptado complacidos a los muchos mandones que han sobrepuesto su voluntad a la ley?...

No pienso que sea indispensable copiar a los Estados Unidos, que quedaron institucionalizados con su inamovible acta de fundación, pero sí creo que los países latinoamericanos han actuado irracionalmente y en su perjuicio al no comprender que cualquier conjunto social –sea nación, club, congregación religiosa o sindicato– no puede vivir armónica y continuadamente sin instituciones válidas y respetables, que estén por encima de los apetitos personales y de los intereses de grupo.

Esta es la gran falla que persiste en el curso de nuestra historia, plagada de rivalidades personales insustanciales, de ridículas vanidades y de envidias y rencores menudos. Sin este lastre, posiblemente el Perú habría podido retomar el camino del desarrollo que muestran los restos de ese galeón construido en las costas peruanas y naufragado con su cargamento de "valores agregados" en las cercanías de Guayaquil en algún año del siglo XVIII.

¿No tienen, pues, futuro el Perú ni América Latina?... Sin duda que no, si nos dedicamos a fundar "Patrias Nuevas" cada vez que les venga en gana a los mandones de turno, como Porfirio Díaz o Augusto B. Leguía en el pasado y hoy Chávez en Venezuela, copiando al peruano Fujimori.

Pero sí habrá futuro, aunque no fácil, si nos decidimos a corregir los yerros del pasado y a institucionalizarnos. No será fácil porque, en su tiempo, no supimos evitar ser marginados del concierto de las naciones punteras –nos independizamos pero no nos desligamos de España–, y hoy será tarea titánica romper la cortina de acero que, a través de un intercambio comercial manipulado, separa a los países del primer mundo del resto de la humanidad. Cuando, por ejemplo, los dirigentes socialistas del mundo entero, reunidos hace pocas semanas en París, proclaman que el mercado debe estar al servicio del hombre, lanzan un bello eslogan y esconden que los Blair, Jospin y Cía. cuidarán de que ese hombre sea europeo. Porque a eso los obligan los votos que los han colocado en el poder, así como también los votos obligan al gobernante de los Estados Unidos a cuidar del hombre norteamericano. Ese es el orden mundial del día. Y es un orden lógico.

Sin embargo, la historia es larga y más previsible de lo que muchos creen. Mientras tanto, grande es la tarea que tenemos por delante para que a la hora del cambio de guardia la historia no nos vuelva a coger desprevenidos como en los días de la independencia. Tenemos que comenzar por integrarnos, lo que significa un tremendo esfuerzo educativo; por añadir valor agregado a nuestra producción e inducir al ahorro nacional; por seguir acrecentando la infraestructura del país y devolver a las provincias el rango que han perdido; y, ante todo, debemos lograr que la ley, la institucionalidad, impere sobre el poder.

Para dejar de ser republiquetas, miradas con indiferencia o menosprecio por el primer mundo –declaraciones sueltas de funcionarios europeos recién ingresados al desarrollo dicen más que las muestras oficiales de respeto que se nos hacen–, los países latinoamericanos debemos apurar el paso para convertirnos en las repúblicas que aún no somos. Debemos hacerlo sin complejo alguno de inferioridad, pues si los Estados Unidos y más aún Europa gozan de poder y bienestar desde hace siglos, salvo hambrunas que América Latina en más de una oportunidad alivió, no nos sirven de ejemplo a seguir en asuntos de moral, justicia, humanismo y respeto a la vida. Las atrocidades y despotismos europeos jamás se han producido en estas tierras, excluidas del club de los privilegiados pero no ajenas a la elite mundial de la cultura. No estamos condenados a cadena perpetua.

Fuente: Revista IDEELE - Instituto de Defensa Legal.

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