jueves, 7 de octubre de 2010

Oiga - Manuel Vicente Villarán

MANUEL VICENTE VILLARÁN

Por: Jorge Basadre


Discurso pronunciado por el Ministro de Educación, Dr. Jorge Basadre, en el sepelio del Dr. Manuel A. Villarán.

Señores: El Gobierno de la República cumple un acto de justicia estricta al dar la solemnidad de duelo nacional al sepelio del doctor Manuel Vicen­te Villarán y al rendirle altísimos honores, seguro de que, con ellos, se adelanta al veredicto insobor­nable de la historia.

Villarán empezó muy temprano su carrera de abogado y, casi al mismo tiempo, ingresó a la docencia universitaria. Su talento se delineó desde la primera juventud con los rasgos seguros de una ponderada madurez. Era el cuarto de una dinastía jurídica. Al lado de su padre, Rector de San Mar­cos, catedrático ilustre, y después de él, supo llevar con elegante sencillez el peso abrumador de aquella gerencia destacándose por méritos propios, avan­zando por su ruta serenamente sin arrogancias y sin estridencias, sin temor y sin sorpresa, subiendo sin embriagarse, no dejando nunca las señales delatoras de los encumbramientos inmerecidos y prematuros y ejerciendo, más bien, pronto, sobre sus colegas, sin pretenderla, una hegemonía de maestro.

Tenía 24 años cuando pronunció en la apertura del año universitario de 1900 su discurso sobre las profesiones liberales en el Perú. Lejos de la erudición decorativa y del alarde retórico, hizo allí el planteamiento concreto de la desviación de las clases medias en nuestro país, orientadas hacia la inflación de grados y de títulos; e hizo el análisis franco del sentido decorativo, intelectualista y aristocrático de la enseñanza, postulando, en cambio, ella necesidad de crear riqueza conseguida por el tra­bajo útil y el dominio y la explotación de nuestro potencial, única base posible para la efectividad de la democracia. Pocos años más tarde, en las tesis para sus grados en la Facultad de Ciencias Políti­cas desarrolló Villarán estas ideas, propugnando una orientación realista, técnica y económica en la educación nacional. Parece hoy como si hubiera visto entonces los tiempos distintos que llegaban, la necesidad de crear otro estado de cultura, para la creciente riqueza que debía extenderse a nuevas capas. Su actitud no implicaba, por cierto, una profesión de fe materialista como lo demuestra su memorable discurso sobre “La Misión de la Universi­dad” pronunciado en 1912 en el que, si de un lado pintó las deficiencias tradicionales de esa multisecular institución, al mismo tiempo formuló un ponderado programa de reforma para ella, dentro del cual debían estar incluidos los estudios de cultura auténticamente desinteresada y humana.

Tal fue el ideario educativo de Villarán, enseñanza realista apropiada al ambiente que llegue hasta las clases medias y populares capacitándolas para la lucha económica, superación de la arrai­gada tendencia a convertir el colegio en antesala de la Universidad, facilitación de las carreras prác­ticas y técnicas de acuerdo con la situación y las necesidades del país; enseñanza teórica y especiali­zada para los hombres selectos cualesquiera fuese su origen social; y, en ambos casos, contacto con el medio, sentido de la historia, amor a la tierra importando del extranjero únicamente, como lo di­jo en ocasión solemne, lo que en ella se puede sembrar, incitación a la vida simple y honrada, apre­cio de las tareas sencillas y útiles, culto al trabajo sin precipitaciones ni concupiscencias y al pensamiento metódico, claro, concreto y directo.

Lo que Villarán predicó, en suma, fue un credo educativo genuina y sobriamente democrático, frente a las oligarquías preocupadas ciega y egoístamente por conservar o incrementar sus privilegios, frente a los reaccionarios con nostalgias coloniales, frente a las crudas teorías o a las vacías fórmulas surgidas por las importaciones ciegas de recetas extranjeras y frente a la negación violenta de los radicalismos iconoclastas. Fue el suyo un programa para una burguesía progresista, y emprendedora con raíces y savia populares, que debía tener la mirada crítica o analítica ante el pasado sin renegar de la tradición liberal, social y humana que en él alienta y debía conjugarlo con la esperanza de un porvenir mejor que era menester encarar únicamente por medio del esfuerzo y la perseverancia.

Ministro de Justicia, Culto e Instrucción en 1908, echó las bases del perfeccionamiento de maestros peruanos en el extranjero y de la venida de técnicos extranjeros en funciones de asesoría y colabo­ración, a la vez que propició el régimen de las ins­pecciones en los establecimientos de enseñanza así como la reforma educativa. Su gestión quedó interrumpida poco después de empezada, al estallar el movimiento revolucionario del 29 de mayo de 1909 durante el cual expuso voluntaria y audazmente su vida al acompañar por las calles al Presidente de la República secuestrado y vilipendiado, dando hermosa lección de valor físico, altivez cívi­ca y lealtad personal.

Si fue así brevísima su trayectoria como Minis­tro, dedicó, en cambio, largos años de su vida a la abogacía, Para el ejercicio de ella tuvo la voca­ción, lo que los libros no enseñan. Estudiantes y profesionales jóvenes de muchas generaciones, a­cudieron a escucharle cuando informaba en el Pa­lacio de Justicia. Orador de límpido razonamiento, sin relámpagos, de fácil elocución, parecía que más que la defensa de su clientela, ejercía una magis­tratura. Habiendo podido enriquecerse, mantuvo esa fuente de vieja honradez de la raza que ni la frivolidad ni el aturdimiento crecientes de los dé­biles o de los vanos han llegado a extirpar. Cola­boró de modo principal en la reforma procesal ci­vil, espontáneamente iniciada a principios del pre­sente siglo, en gesto ejemplar, por un grupo de profesionales y magistrados; y evitó los desbordes pe­ligrosos en la posterior reforma procesal penal sos­teniendo con altura y vigor una notable polémica periodística como Decano del Colegio de Abogados. Fue, como pasa en países de mentalidad volcánica o sísmica donde es fácil hallar políticos, oradores o poetas, esa planta rara, el jurista que fue abo­gado con unción de juez y dialéctica de legislador. Riqueza del subsuelo sin el abono de calores multi­tudinarios ni alarde ornamental.

La tarea profesional afortunada bien pudo acaparar todas sus horas de trabajo. Pero, al lado del Derecho, su gran devoción fue, mientras lo de­jaron, la Universidad. Renovó en su tiempo la enseñanza de la filosofía jurídica dándole una orientación sociológica para luego consagrarse a la del Derecho Constitucional. En esa cátedra, que situó el nivel de los grandes maestros universitarios anglosajones, estudió con amor a las grandes demo­cracias aun en los tiempos en que su moda pareció superada por la ilusión falaz de los autoritarismos. Al relacionar por vez primera el proceso de las Cartas Políticas del Perú con nuestra estruc­tura social y nuestra sicología colectiva, abrió un camino de anchos horizontes no sólo en sus clases sino también en sus estudios sobre las Constitu­ciones de 1823, 1826, 1828 y 1834, las costumbres electorales y la posición de los Ministros y que debieron integrar un libro nunca terminado.

Cuando en 1921 fue hollado el Poder Judicial e invadido el recinto universitario, encabezó gallardamente al grupo de catedráticos que optó por el receso de San Marcos. Al año siguiente una votación honrosa, sin sorpresa ni disentimiento de nadie, lo llevó al Rectorado. De su gestión truncada que­ con la preocupación por la biblioteca, que él tuvo desde años antes y prolongó muchos años después, por el museo de arqueología, por la extensión cul­tural, por la Ciudad Universitaria que con detalle proyectó en los terrenos de la avenida Arenales por él obtenidos, a lo cual se agregaron memorias y discursos perdurables. La política con sus durezas y sus vulgaridades no lo dejó proseguir; se vio obligado a renunciar y emprendió entonces, como catedrático de Derecho Constitucional y como ciu­dadano, solitaria campaña principista contra la reelección presidencial y cuyo único premio fue el Destierro.

En el anteproyecto de Ley de Educación de 1928 y en el anteproyecto de Constitución de 1931 fijó específicamente sus ideas, caudal de aguas límpidas que en gran parte se per­dió en las arenas. Pero la exposición de motivos de 1931 será un documento clásico de nuestra realidad política pese a su concisión precisa y urgente, pues tuvo el don raro de ver las cosas desde arriba en sus líneas esenciales. Abierto su espíritu a los más vitales problemas del país, nunca se confundió, sin embar­go, con la multitud ni tuvo con­tacto directo con el pueblo, ni se cubrió con el polvo de los cami­nos criollos. Por ello quizás, y so­bre todo, porque fue tardía su candidatura presidencial de 1936, no logró éxito. El entonces, silen­ciosamente como otras veces, de­jó sangrar sus heridas sólo para adentro.

Estudiando su personalidad de hombre que jamás dio la impre­sión de que se sentía frente a un micrófono o a un fotógrafo, al­gunos podrían pensar que no ca­bría llamar descomunales virtu­des a calidades tan espontáneas y que sus materiales anímicos eran sencillos, pero estaban ellos combinados de modo tan singu­lar que, en conjunto, no lo eran. Porque conoció desde temprano la parte seria de la vida, practi­có sin sacrificios las abstenciones. Se dijo que era frío; pero quie­nes lo conocimos bien sabemos que en el fondo de su alma chispoteaban, dando calor y abrigo los troncos añosos de la bondad. In­capaz de simular la sonrisa lison­jera o el abrazo fácil, sabía ser irrevocable en el afecto y cordial sin familiaridad. Algunos de sus mejores escritos son discursos en homenaje de amigos fallecidos, co­mo Javier Prado o César Antonio Ugarte. Bello es en la vida haber sido el huésped de un gran cora­zón; después de esa experiencia uno se siente alentado permanen­temente por un estímulo invisible. Y eso es lo que ocurrió con mu­chos de los que tuvimos la suer­te de tratarlo: Tenía el difícil don de inspirar en quienes lo com­prendían, confianza sin reserva y respeto sin temor. Carente de jac­tancias, se podía confiar en sus promesas. Era grave sin ser adusto, reflexivo sin ser solemne. Hom­bre de principios, carecía, de prejuicios. Modesto, no llegaba a ser humilde, porque se respetaba a sí mismo. Si sufría, era en su dignidad; no en su vanidad. Ante la mala acción, la intriga, la male­dicencia, reaccionaba con alergia orgánica, radical. Los gestos de a­critud o destemplanzas, los juicios acerbos o sarcásticos, no hallaban en él el clima favorable. Se sen­tía a gusto, en cambio, dentro de los conceptos serenos y justos y las calificaciones moderadas y equitativas. Poseía esa reserva in­teresante que es el recato de los hombres y duplica su atracción. La afición por la pintura, en la que reveló condiciones que asombraron a Bacaflor, así como para los libros, los viajes, la historia y las charlas íntimas, evidenciaron la riqueza de su mundo interior. Se comprende ante espíritu de tanto refinamiento y delicadeza que la acción pública en general y, sobre todo, la vida política, de­bieran infundirle disgusto y hasta rechazo; y que sólo pudieron lle­varlo a ellas eventualmente razo­nes de puro patriotismo amparadas por un sentido estoico y en­marcadas dentro de un profundo, desinterés.

Los embates de la vida le rati­ficaron en el retiro de sus últi­mos años esa alta condecoración que ni el decreto ni el diploma ni el sufragio pueden jamás con­ferir ese blasón de nobleza que es muy difícil conservar intacto y que consiste tan sólo en la paz moral. Fue apagándose lentamen­te dejando la indecible tristeza de una hermosa vida que terminaba en inexorable anochecer. Quizás, pensó en esa etapa que hallábase acompañado nada más que por quienes a su lado o muy cerca de él estaban. Hoy el Perú lo acom­paña y lo honra en homenaje espontáneo en el que están ausen­tes significativamente las presio­nes de la política, la adulación ante el poder económico, la fuer­za de los sectarismos, el ajetreo de las camarillas o el exhibicio­nismo de las demagogias; y en el que no caben tampoco las vacuas palabras de los panteoneros de nuestros burocráticos olimpos. Al honrar a Villarán, y de ello dejo constancia solemnemente como Ministro de Educación, el Perú se honra.

Fuente: Archivo Revista Oiga – Epistolario Doctor Manuel Vicente Villarán

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