sábado, 29 de septiembre de 2012

HERMANDAD DE NUESTRA SEÑORA DE ARANZAZU DE LIMA 1612 2012

ANIVERSARIO DE LA OBRA DE LUCIO MUÑOZ


La basílica de Oñati festeja las bodas de plata de su retablo, una obra maestra de la pintura mural

NIL VENTÓS COROMINAS - DEIA Lunes, 17 de Septiembre de 2012

OÑATI. EN el corazón del Santuario de Arantzazu, tras los apóstoles y la piedad de Oteiza, traspasando por las puertas de Chillida, situado en el edificio de Sáenz de Oiza y Laorga e iluminado por las cristaleras de Álvarez de Eulate, se encuentra la imagen de la Virgen de Arantzazu. El manto que la rodea es un mural de 620 metros cuadrados pintado por Lucio Muñoz. En octubre se cumplen cincuenta años de su inauguración, y el pasado sábado se conmemoró con una jornada de conferencias y actividades varias. Muñoz creó "una de las obras de arte más importantes del siglo XX", afirma Miguel Ángel Alonso, arquitecto del centro cultural Gandiaga Topagunea, anexo al santuario, y profesor de la Universidad de Navarra. La pieza es un retablo abstracto compuesto por madera tallada y policromada, con la imagen de la Virgen en la parte central y una luz cenital que le confiere un áurea mágica y mística.

ESTILO INFORMALISTA Lucio Muñoz nació en Madrid el 27 de diciembre de 1929. Aunque él "no se definía de ninguna tendencia", indica su hijo, a Rodrigo Muñoz, se le suele incluir en el estilo informalista, movimiento surgido en Francia tras la II Guerra Mundial.

Una de sus señas de identidad era la incorporación de materiales ajenos a la pintura en sus obras, especialmente madera, que empezó a incluir a partir de 1958. "En muy pocos años, dio un salto cualitativo enorme", explica Rodrigo. Cuando ganó el concurso de Arantzazu, en 1961, "estaba en la cima de su carrera, con una pintura muy oscura y bastante trágica".

Aunque Muñoz se encargó finalmente de pintar el ábside, no fue el primer elegido. El primer concurso lo ganó Carlos Pascual de Lara en 1953. Sin embargo, las obras de decoración del edifico se paralizaron por no ceñirse al canon artístico y religioso.

Mientras Pascual esperaba la revocación de la orden, murió en 1958. Tres años después, cuando se permitió proseguir con la ornamentación, el Santuario convocó un nuevo concurso, al que se presentaron 42 propuestas. Todas eran figurativas y con un punto de vista narrativo, salvo una, la de Lucio Muñoz.

Antes de coger el pincel, el artista acudió con su mujer a Arantzazu, y "desde que empezó a subir las cuestas desde Oñati, empezó a sentirse fascinado por el lugar", asegura su hijo. "Tengo que meter el paisaje en la iglesia", cuenta Iñaki Beristain, fraile franciscano, que le comentó el pintor a su mujer.

Chillida, presente en el jurado, le comunicó el fallo por teléfono. "Supuso un nivel de consagración muy importante", indica Rodrigo, "además, económicamente significó mucho, porque era una buena dotación para ellos, 60.000 pesetas". Entonces, se puso a trabajar para convertir la maqueta en la que presentó el proyecto en un retablo.

AL OTRO LADO DEL ALTAR "Nuestro objetivo era ampliar meticulosamente la maqueta casi veinte veces su tamaño, guiándonos por unas cuadrículas y con un sistema casi escultórico", relata Julio López Hernández, escultor y amigo de Muñoz que ayudó al pintor, junto con Joaquín Ramo.

El propio Lucio dejó escrito cómo preparó la obra: "Estuve con Joaquín Ramo dos meses pasando la maqueta a papel, a su tamaño natural, y nos la llevamos dibujada para pasarla al muro. En Arantzazu trabajamos cuatro meses Joaquín, Julio López Hernández y yo con un equipo de carpinteros".

Este equipo cortaba la madera con las indicaciones que les daban los artistas, en especial López Hernández, que era el encargado de supervisar la talla. "Era una madera que se cargaba mucho las lidias y dejaba sin estilo muchas herramientas", recuerda.

Como la pared del ábside forma una curva, se recubrió con una madera fina y estrecha, para luego colocar otras piezas de madera más anchas, que era la que tallaban. Cubrieron la superficie del ábside con un andamio de unos diez pisos de altura y los tres artistas, junto con el grupo de carpinteros, trabajaron "con la iglesia en funcionamiento".

"Nosotros veíamos el ritmo natural de la gente, cómo se casaban y asistían a las bodas, cómo la gente oía la misa, pero desde el altar, con una perspectiva distinta", explica el escultor. Además de ver el devenir cotidiano de la gente, fue, para ellos, una situación "muy emotiva, llena de misterios e inquietudes". "Estábamos en un terreno y un momento histórico en el que había mucho malestar y un gran movimiento en contra de los poderes establecidos, se respiraba un clima de rebeldía", subraya López.

Los franciscanos fueron muy colaboradores a lo largo de todo el proceso. Incluso sufragaron de su bolsillo algunos gastos extras, como el desmontaje del andamio piso a piso. "Los jóvenes estudiantes desmontaban los pisos del andamio según íbamos pidiendo, con lo que se acoplaban a nuestras necesidades", indica el escultor.

Una anécdota de ese momento fue cuando, con dos pisos del andamio desmontado, Lucio se dio cuenta de que "había una zona en lo alto de unos azules que no le gustaban". Como volver a colocar las piezas era muy caro, empalmaron dos escaleras y "uno de los frailes subió con el bote de pintura que había preparado Lucio".

SIMBOLISMO O PAISAJE La obra se puede ver como una contraposición "entre el mundo celestial y el mundo terrenal", indica Rodrigo Muñoz, quien compara esa visión con la iconografía propia de El Greco. Beristain, por su parte, muestra cómo el retablo se origina a partir del espino (arantza), donde las hendiduras en la madera son más profundas y salvajes y el color que predomina son los ocres.

"Esto resume la situación que vivía el pueblo en el momento de la aparición de la Virgen, de sequías tremendas y luchas fratricidas", que se matizan a partir de la talla de la Virgen, donde "nace un mundo nuevo en esa lucha entre el bien y el mal". A partir de ahí, se aligeran los colores degradándose en azul y "se llega a la luz".

"Estábamos muy seguros de que aquello iba a quedar bien, éramos treintañeros y nos creíamos los amos del mundo", resume López Hernández, quien no ha visto el retablo desde su elaboración, y ahora tiene una gran "curiosidad" para contemplarlo de nuevo, "desprovisto de la obnubilación por estar implicado".

AGNÓSTICO Y BUEN PINTOR La pieza muestra una "naturaleza y realidad trascendida", por eso "no choca que esa obra esté en ese altar", argumenta el escultor. El retablo de Muñoz no fue muy polémico, ni aún por el hecho de que el pintor se declara agnóstico. Esta faceta suya no significa que menospreciara pintar en una iglesia.

"Su gran dificultad era ser respetuoso y crear algo en un entorno que permitiera la meditación y el rezo y ser coherente con su pintura", explica su hijo. "Con independencia de que él se declarara como agnóstico, primero había que ser un buen pintor", aclara Alonso. El artista madrileño, además, "era muy espiritual, se hacía muchas preguntas y tenía una gran actitud existencial", le describe Rodrigo.

"Las grandes obras son aquellas que uno puede reconocer de qué tiempo son pero se hacen inmediatamente intemporales", indica Miguel Ángel Alonso. El retablo penetra en la retina del espectador nada más entrar en la basílica, "es su alma", dice el arquitecto. Las cristaleras de Álvarez de Eulate lo iluminan con su suave matiz y la luz del edificio proyectado por Sáenz de Oiza y Laorga juegan con las hendiduras y la gama cromática de la obra.

Alonso recomienda a los visitantes que se aproximen a distintas horas: "Por la mañana es una luz más fría, azul y líquida; por la tarde es más dorada, sólida y aparecen colores que no estaban". No hay excusa, pues, para no dejar de contemplar el retablo en cualquier momento.

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