jueves, 10 de enero de 2013


ADIOS CON LA SATISFACCIÓN
DE NO HABER CLAUDICADO

CRÓNICA DE UN COLABORADOR APENADO

HE sido y soy un inveterado lector de hebdomadarios y publicaciones mensuales nacionales y extranjeras. Desde mis veinte años de edad, que con algún optimismo calificábamos entonces como mayoría de edad o edad de la razón, comencé a coleccionar mis suscripciones. Conservo entre mis repletos estantes, difuntas y vivientes ediciones. Daré como ejemplo el primer número de LIFE, del 23 de noviembre de 1936, que costaba US$ 0.10; y el último del 29 de diciembre de 1972, cuyo precio era de US$ 0.50, cosas de la inflación. Habían transcurrido muchos años y esa revista, además de los noticieros FOX y MOVIETONE, eran la televisión inocente de aquellas décadas. Mi instructiva manía me ha dejado recuerdos y testimonios permanentes, invalorables y, motivado por ello, intentaré expresar puntualmente mi sentir cuando, el 5 de setiembre, la momentánea postrer edición de OIGA aparezca. Si LIFE circuló durante 36 años, para nuestro medio editarse durante 33 es valiosa hazaña, es respetable madurez, vigorosa ancianidad.

Cuando transcurrían los iniciales años del lejano sesenta, en casa del buen Jorge Aubry, generoso en amistad, conversación y whiskies, nos reuníamos con abusiva frecuencia Eduardo Orrego, Julio Meyer, Lucho Larco, los jóvenes hermanos Fernando y Rafael Belaúnde Aubry y otros incontables. Desde luego, estaba siempre el infaltable Igartua. Eramos libantes pensadores que creíamos merecer mejores gobernantes y Paco quería decirlo por escrito y semanalmente. ¡Qué pesadez y qué ingenuidad!

Colaboré con mi aporte para fundar el inquieto semanario y si bien mis actividades  de  entonces eran ajenas al periodismo y vergonzosamente horribles -tenían, según se supo después, propósito de lucro-, peregriné por solidaridad de asa ciado por todas las sedes que la revista tuvo. En lo que andaba quedando de la Ciudad Jardín: la avenida Salaverry, la avenida Faucett, la calle Chinchón; luego Pedro Venturo y ahora, en el terminal de la partida, en el Paseo Parodi, ausencia que intuyo no será definitiva.

Debo a esa espontánea, impensada decisión de participar en OIGA, presuntuosas satisfacciones de ver aparecer mis notas entre otras de mejor calificados colaboradores. Debo, pues, a OIGA el haberme introducido tímidamente en el artículo periodístico. Debo además a OIGA, según carta que publiqué en el N2137 de setiembre ele 1965, una atinada profecía al decir acertadamente que “lo que ocurría en los valles del Satipo dejaría a la montaña desierta de hombres de bien”. Aquel fue mi debut en la revista. Luego vino el silencio y el desastre del velascato; y después, por años OIGA fue la lectura predilecta de mi esposa y la mía. Eclipses parciales me ocurrieron, pero nunca en desmedro de nuestra amistad.

Por ello me apenará no recogerla y leerla semanalmente. El “more solito” cala profundamente. Para expresarlo a cabalidad y que bien se entienda, quiero definir mi pesar con la contraparte de la alegría que me proporcionarían los obituarios de algunas indeseadas publicaciones, algunas bien escritas, es verdad, pero cultoras permanentes de las mentiras convencionales del populismo. Hago fácil parafraseo de Max Nordau, autor de un viejo libro que presté y naturalmente perdí. Termino mis “saudades” de colaborador de OIGA diciendo “arrivederci” a todo el personal ido y presente, que siempre me atendió con deferencia y cortesía.

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