martes, 16 de junio de 2009

SEBATIAN SALAZAR BONDY - Oiga 8/07/1966


Oiga – Portada y Págs. 20 y 21

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SEBASTIAN SALAZAR BONDY

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EN LA CULTURA

El día 4 de julio –primer aniversario de la desaparición de nuestro inolvidable colaborador Sebastián Salazar Bondy– se efectuó una romería a su tumba del cementerio El Ángel. Numeroso público acudió a ese acto de homenaje y recordación, que testimonia la huella honda que a su breve paso por esta vida dejó el autor de tantas obras en vías de convertirse en clásicas de nuestras letras. Familia­res, periodistas, escritores, amigos y admiradores de Sebastián for­maron el compacto grupo que visitó su última morada.

El mismo día, a las 7 de la noche, en nuestras oficinas de redac­ción se descubrieron dos magníficas ampliaciones –una de Sebas­tián Salazar Bondy y otra de Juan Sardá–, las cuales presidirán los afanes cotidianos, las alegrías y tristezas, las inquietudes y nerviosas búsquedas que a todos los miembros de esta casa –gran familia cívica– nos cuesta la semanal y puntual aparición de OIGA.

Familiares de Sebastián Salazar Bondy y de don Juan Sardá es­tuvieron presentes, y a la esposa y al hijo de los extintos –respec­tivamente– correspondió el descubrir las fotografías que perpetúan y mantienen vivo el recuerdo de nuestros dos grandes desaparecidos.

Palabras de nuestro director y de José Alvarado Sánchez –finí­simo poeta y diplomático sin tacha– precedieron la realización del emotivo y simbólico acto.

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DIOS Y SEBASTIÁN
por H. GRIFFITHS ESCARDO


LO casé con Irma y bauticé a Ximena. Es­tos fueron los contactos oficiales a través de la Iglesia con Sebastián. Nuestros contactos humanos fueron numerosos y re­lativamente frecuentes. Nunca en ellos logré encontrar el hondo ateísmo que muchos le atribuyeron a Sebastián. Nunca incluso en nuestras conversaciones tuvo alguna frase desagradable y dura contra las cosas en que yo creo fuertemente. Eso era indigno de él. Estaba hecho siempre de un profundo respe­to por la dignidad de los demás y cultivaba fervorosamente el amor a la libertad de los otros. Mucho conversamos con Sebastián de cosas, personas e instituciones. Coincidimos frecuentemente en las críticas, incluso de he­chos y personas adjetivas de la Iglesia, pero siempre se mantuvo afectuosamente asoma­do a lo esencial. Recuerdo su interés y su afán –los afanes de Sebastián– de tener en la cabecera de su cama al “Taitacha”, Señor de los Temblores cuzqueño. Y lo consiguió.

En su vida, y en su actuación, Sebastián fue, para mí, profundamente cristiano –en que el cristianismo tiene y posee de culto a la verdad y de vivir en lo auténtico. Su sensibilidad por los demás, unida a un cari­ño fraternal por ayudar, lo muestra íntegra­mente identificado con los valores esenciales de la doctrina de Cristo.

Sebastián combatió siempre –y se le lla­mó amargado–, la hipocresía, la falta de línea, la venta a intereses y situaciones. No dudó –y lo realizó plenamente– en expo­nerse, incluso, al hambre antes de prostituir su verdad y sus convicciones. Muchas veces podíamos y debíamos estar en desacuerdo con él. Pero todo quedaba mitigado por su desprendimiento, por su entrega a sus ideas, y porque en medio del cambio de opiniones estaba su exacto sentido humano, su auscul­tar la sensibilidad ajena y su comprensión sonriente y cálida.

Días antes de morir, me entregó su foto­grafía con esta dedicatoria, que me sirve co­mo lema y estímulo en mi mesa de trabajo: “A Harold que sirve a Dios porque sirve al Hombre”, Dios y Hombre con mayúscula.

¿Se puede entonces presumir de los ateis­mos o las amarguras de Sebastián?

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SEBASTIÁN RECHAZO EL PACTO
por FRANCISCO MONCLOA


SEBASTIAN era implacable. Y tenía razón. Muchas veces nos deteníamos en las ca­lles limeñas y me mostraba conmovido el cuadro de un mendigo habituado a su mise­ria en medio de la despreocupación egoísta de las gentes que transitaban a su lado. Casi gritaba: “ni siquiera ven el horror que ellos mismos producen”. Y extendía los brazos pa­ra acusar a todos.

Otra noche, ante la pregunta con que lo emplazó un antropólogo extranjero, recono­ció: -sí, los intelectuales vivimos en un me­dio burgués. Y esa es nuestra contradicción. Yo trato de resolverla afirmando mi posición en cada instante, para que la burguesía que nos acosa con sus halagos y amenazas y mi propia necesidad de subsistencia, sepan que no me doblegaré. Cada afirmación mía es respondida por una agresión, por un ase­dio que reclama la capitulación. Al final quedaré al margen.

Sí, Sebastián rechazó el pacto impuesto. Aquel pacto que permite sobrevivir a otro a cambio de su silencio o complicidad. An­tes de cumplir sus 30 años había sido un es­critor exilado, como califica Vargas Llosa a aquellos que encuentran en la fuga, intelec­tual o física, la salida frente al reto de su realidad. Pero justamente a la edad en que los hombres del Perú comienzan a doblegar­se ante la presión del medio corruptor que sitia blanda pero insistentemente la esperan­za y la angustia de los rebeldes, Sebastián comprendió al Perú, se incorporó a él, se identificó con él, tomó partido. Dejó de ser el escritor exquisito para enclavar sus lar­gas piernas en medio de la plaza céntrica y acusar a los bárbaros, a los tímidos, a los egoístas, a los que se inclinan y detienen en la batalla, a los que perdonan a los amos para ser perdonados por los amos.

Se unía a las columnas que emergían en la lucha, pero seguía su camino cuando sus momentáneos compañeros titubeaban y mi­raban hacia atrás. Y en cada oportunidad, como si la frustración de los otros reclama­se de él una actitud más tajante, Sebastián radicalizaba su mensaje. La única forma de mantenerse enhiesto en medio de la tibieza.

Sebastián quería creer en los hombres que cantaban la esperanza. Lo necesita porque el Perú necesita de la esperanza. Y por creerlo, erré alguna vez: el canto que entonaban esos hombres no era auténtico. Entonces levantó el arma y golpeó violentamente.

Amó a Cuba e hizo suya su epopeya, no sólo porque amaba a la Revolución Cubana, sino porque sabía que era la antítesis del acomodo limeño. Cuba comprometía y Se­bastián no admitía la componenda. Cuando semanas antes de su muerte hubo quien lo convocó a colaborar con una institución dis­frazada de liberal y progresista, Sebastián le respondió: “publíquenme un libro. Se llama­rá “Por qué creo en la Revolución Cubana”. Era demasiada condición para el invitante. Había sido medido con la regla de Sebas­tián con aquella medida que rechazaba los matices encubridores de debilidades y opor­tunismos.

Llegó al socialismo por amor a la solida­ridad humana. Llegó por amor al hombre y por ocio a la injusticia, llegó con la alegre decisión de otear mundos mejores. Y des­pués de creer, hurgó en las páginas el sus­tento intelectual.

Nunca admitió el sectarismo. Recuerdo su indignación cuando alguien le acusó de par­ticipar en un encuentro internacional de es­critores en el que también se habían senta­do representantes de los Estados Unidos. “No permito a la policía que indague sobre mis decisiones. Tampoco se lo permitiré a uste­des”. Sebastián era muy superior a la con­signa. Y de su actitud no había derecho a dudar.

Sí, Sebastián rechazó el pacto. A él no lo derrotaron ni lo ablandaron. De él no logra­ron hacer un silencioso. Y tal vez cuando la muerte lo arrancó del combate, sus enemi­gos, los claros y los emboscados, los que crean la miseria y la injusticia y aquellos otros que criticándola se adhieren o tratan de justificar su conformismo y debilidad con razones tácticas, los que sonríen y abren los brazos para atraer a los que denuncian y aquellos que no resisten la tentación del abrazo que silencia, todos, uno; otros, tal vez sintieron un alivio. Pudieron, entonces acogerlo en la fama.

Pero por sobre su prestigio de escritor y poeta, Sebastián es un símbolo. Un símbolo de la intransigencia contra la blandura y el temor, de la valentía contra la cobardía, del sacrificio contra el cómodo allanamiento de la palabra entera frente a la media palabra, de la protesta frente al silencio cómplice. Y su actitud es la mejor de sus obras.

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