jueves, 9 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL - De Brecht a la modernidad – Revista Oiga 28/03/1994


Como en la archiconocida y millones de veces citada conseja de Bertolt Brecht -también siempre olvidada en el momento oportuno-, el alcalde de Lima, Ricardo Belmont, acaba de descubrir que el gobierno de Fujimori es una autocracia, una dictadura, que ha disuelto, con violencia y con engaños, las instituciones nacionales; encade­nando a los municipios -que son el em­brión de la vida democrática- al capri­cho del Poder Ejecutivo.

Olvida Belmont que el 5 de abril de 1992, el día del golpe militar con Fujimori de mascarón de proa, él se negó a condenar lo que ese día ocurrió. No atinó a convocar al pueblo, no se alzó en representación de sus votantes, no quiso sentir los calores de la indignación en defensa de la democracia y de la volun­tad ciudadana expresada en las urnas. Se negó a considerar que el Poder Le­gislativo, aparte de la cuestión adjetiva de los sueldos, no puede corromper ni ser corrompido por nadie si no es en complicidad con el Ejecutivo. Tampoco quiso admitir que no es despachando a sus casas a los jueces, con una bayoneta en la espalda, como se podía corregir las corruptelas de la Justicia. “El golpe -pensó como los personajes de Brecht- va contra el Parlamento y el Poder Ju­dicial. No vendrán por mí”. Y se calló. Calló durante muchos días. Hasta el 23 de abril, fecha en la que ya todas las instituciones con un poco de rubor en la cara habían protestado por la violenta, inconsulta, inexplicable e innecesaria in­terrupción del orden democrático y constitucional. Ese día, cuando hasta ‘Expreso’ -el vocero más descarado del régimen de la ‘reconstrucción nacional’- había expresado su repudio formal al golpe de Estado, también Belmont pu­blicó su propio y débil comunicado de rechazo a la ruptura del orden constitu­cional. El 23 de abril estaba probado que no era peligroso hacerlo, pero –‘por siaca, hermanón’- no dejó de añadir esperanzas de que pronto se restablece­ría el orden conculcado, bajo la sabia dirección, claro está, del señor Fujimori; “creyendo, como miles de peruanos, que el gobierno buscaba el bienestar del Perú”.

No se -dio cuenta Belmont, igual que los personajes de Brecht, que el Parla­mento era una institución, como los municipios, con el mismo respaldo electoral que él y que Fujimori; y que las democracias dejan de ser lo que son, mueren, cuando se rompe el equilibrio entre las instituciones libremente elegi­das. No quiso entender Belmont que, aceptando el empleo de la fuerza militar contra una de ellas, daba permiso para que todas fueran violadas.

Hoy, Belmont llora porque la viola­ción ya lo alcanzó. Llora y llora... pero es tarde. No tiene quien lo ampare. Y lo triste es que le asiste toda la razón en sus lamentaciones. Es verdad, es cierto, que los municipios, como instituciones representativas de las comunidades ciuda­danas, han sido atropellados tanto por la constitución fujimorista -que no fija, como la anterior, lo que son bienes y rentas de las alcaldías-, como por la autocracia fujimorista. El decreto legis­lativo Nº 776, con el pretexto de repartir equitativamente los fondos municipales, establece una inaceptable dependencia de todas las alcaldías del Perú al Poder Ejecutivo, amén de dejar en la inopia al municipio de Lima. Es el retomo al centralismo, quién sabe el mayor de los males que ha sufrido este país, centrali­zado por los Incas, por los virreyes y por los presidentes, muchos de ellos prede­cesores autocráticos de Fujimori. Se trata de un cáncer casi congénito del que, con gran dificultad, íbamos salien­do poco a poco. El decreto legislativo 776 significa, en asuntos municipales, volver a hacer de Lima, del Palacio de Pizarro, la Corte de un Virreinato. Esta vez no con virreyes en lo alto sino con un jefe de Estado que, al parecer, quisiera aproximarse al modelo cultural que Asia está oponiendo a la democracia europea que los Estados Unidos tratan de impo­ner en el mundo. El premier japonés, Morihiro Hosokawa, ha dicho con descamada claridad, frente a las tiranteces entre China y Corea del Norte con Esta­dos Unidos, que el concepto occidental de derechos humanos no debe ser apli­cado ciegamente a todas las naciones. “No es correcto imponerle una demo­cracia de tipo occidental, o europeo, a los demás”, precisó Hosokawa en Bei­jing. ¿Cómo será la democracia asiática? Se parecerá a la idea suche de Kim II Sung o al régimen de ‘reconstrucción nacional’ de Fujimori? Peor aún: ¿por qué los derechos humanos no pueden ser iguales para todos los hombres?

Hace muy bien Ricardo Belmont, aunque tarde, en alzar la voz, haciendo ver las entrañas autocráticas del régimen surgido del golpe militar del 5 de abril de 1992 y del celestinaje de la OEA.

Pero Belmont no está solo. Lo acom­paña en descubrir, recién hoy, que el gobierno de Fujimori es una dictadura, el ex ministro de Economía, el 'preferido' de Fujimori: el vehemente Carlos Boloña. Aunque no son iguales las reacciones de Belmont y Boloña. En éste, el resen­timiento es mayor. Estuvo mucho más cerca de Fujimori. Y sus desahogos son en público y en la intimidad. Se duele -y se duele mucho- por no haber seguido el consejo de los amigos que lo instaban a renunciar el 5 de abril del 92. Pero su mujer le dijo: Fujimori te quiere.

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