jueves, 9 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – Las bayonetas comenzaron a entrar en las carnes – Revista Oiga 14/02/1994


Ocurrió lo que estaba previsto. De un momen­to a otro el decorado seudodemocrático del régimen fujimorista se vino abajo y ha quedado al descubierto, íntegra, toda la tramoya. En un rincón, los innu­merables disfraces del títere mayor: som­breros huancas, tiaras shipibas, ponchos cusqueños, varas de mando, guirnaldas, espadines, cintas de seda, coronas de laurel, todos los trastos que se pone enci­ma Alberto Fujimori para parecer simpáti­co y cumplir las tareas de relaciones públi­cas que le encomienda el comando mili­tar. Al otro lado; el Comando, con los rostros encapuchados. Sólo uno muestra la cara: Nicola di Bari. Es el Comando sin rostro el que da las órdenes. Alberto Fuji­mori, como un fantoche, se pasea por el desnudo escenario, entre las cuerdas de la tramoya, tropezándose con las cortinas del decorado tiradas por el suelo; mien­tras los ministros, que siempre han actua­do entre el decorado y el público, miran desconcertados el desconocido interior del escenario. Salvo alguno que otro, cómplice de los encapuchados, conoce­dor a fondo de los recovecos de la tramoya. También hay cómplices en la platea y en los palcos, pero nadie los conoce.

En el borde derecho, bajo el telón de boca, está el coro, compuesto por los congresistas de la mayoría, listos a cantar la canción que les ordene la marioneta que mueven los militares sin rostro. Los miembros de la minoría, en repliegue táctico, se han retirado y se fortifican en la tesorería del Congreso.

Este es el cuadro vivo de la actualidad política peruana. Es la realidad puesta al descubierto en momento insospechado y de gran desconcierto para quienes ignoran las lecciones de la historia y creen que los logros económicos todo lo justifican; para quienes no entienden que igual que los edificios, la obra política-social-econó­mica requiere cimientos sólidos, o sea orden jurídico, democracia y no bayone­tas con voz de mando. Las bayonetas no sirven de cimiento y mucho menos de asiento, que es lo que hizo Fujimori al ser elegido: sentarse en ellas. Más temprano que tarde, lo dice la historia, las bayonetas perforan los fundillos y penetran en las carnes. La caída del telón, la quitada de máscara, tenía que ocurrir porque la farsa democrática, montada por Boloña y el empresariado nacional, con el celestinaje de Baena, Gros Espiell y Einaudi, no podía engañar a todos todo el tiempo.

Lo que ahora se ha puesto en evidencia es bastante más que la abusiva decisión de ocultar las responsabilidades castren­ses en los crímenes de La Cantuta y en el narcotráfico. Con la ley que interfiere la contienda de competencias, aprobada a media noche y con la grosera ventaja de una sola cámara, ya nadie sé puede seguir chupando el dedo: el régimen peruano es una dictadura militar y lo viene siendo, abiertamente por lo menos, desde el 5 de abril de 1992. Quienes no admiten esta verdad, o pecan de inocentes o son pillos redomados. Aquí no caben términos me­dios. Se está con la dictadura o contra ella; y los despistados son de verdad o de mentirijilla, no puede haberlos de mitad mitad. También ya se hizo evidente que el llamado presidente Fujimori no pasa de ser un pelele al servicio de ese desconoci­do gobierno militar. Hoy van abundando los que descubren que el ‘presidente’ no gobierna, que su labor principal es de relacionista público, de folclórico candida­to de los cuarteles. Por eso es que vaga por toda la República como un Papá Noel, mientras los ministros no logran entender por qué no hay Consejo de Gobierno. No logran entenderlo, pero se lo callan y siguen de ministros.

Visto así el panorama y, más aún, con­vencidos como estamos de que Fujimori, desde que salió elegido, es un prisionero político de los militares, resultaban dándo­nos vergüenza ajena los reclamos que se le estuvieron haciendo para que no pro­mulgara la ley, poniéndolo como árbitro de una situación en la que su papel había sido cumplir la orden de organizar la vota­ción del CCD a favor del reclamo militar. Por algo el ministro de Salud acudió al Congreso con el voto de consigna en el bolsillo. ¿Y qué decir de las candorosas esperanzas de los que soñaron con un gesto altivo de la Corte Suprema?

En esta casa en ningún momento se dudó que Fujimori promulgaría la ley —salvo que el SIN tuviera alguna sibilina jugada bajo la manga— y que la Suprema la acataría sin importarle cubrirse de oprobio. Hoy rige en él Perú la ley de la selva. Les basta a los militares, por inter­medio de Fujimori, instar al Congreso, cómodamente reducido a una sola Asam­blea, para que dicte la ley que les venga en gana y ésta será rápidamente promulgada en Palacio y acatada por la Suprema, aunque se trate de otra aberración jurídi­ca y constitucional. Ahora acaba de pa­sarse el caso de La Cantuta al Tribunal Militar, mañana podrá —como ha dicho el doctor Avendaño— corregirse arbitraria­mente la norma electoral, o declarar nula, por ejemplo, cualquier disposición legal otorgando ventajas de zona franca a una inversión pesquera o minera. Lo pequeño y lo grande, todo lo puede el CCD. El abuso y el capricho, la prepotencia legici­da, han quedado consagrados como el nuevo orden jurídico de la República. La Constitución, aún esa pobre constituta que se ha dado el régimen, para nada sirve. ¿Qué más se necesita para llamar dictadura a este gobierno?

Pero seamos nosotros, no la adminis­tración norteamericana, los que hagamos la crítica y propongamos soluciones. La intromisión yanqui en los asuntos inter­nos del Perú es una impertinencia. Y ese error comete el Departamento de Estado al juzgar públicamente cuestiones inter­nas de nuestra Justicia y al dictamos lo que debemos hacer. Lo que no quiere decir que si los Estados Unidos, en su fuero interno, opinan que la democracia es burlada en nuestro país, no puedan suspender los préstamos y ayudas que tengan programados para el Perú. Estarían en su legítimo derecho. Derecho del que debieran hacer uso para vetar la pre­sencia de un golpista como Fujimori en las reuniones de la OEA posteriores al 5 de abril del 92. De esas reuniones, auspicia­das por los Estados Unidos, es que salió premiado, con la continuación en la presi­dencia, un auténtico burlador de la democracia.

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