viernes, 10 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – ¿Una dictadura informal? – Revista Oiga 21/11/1994


Tras la caída del Muro de Berlín, la política de exclusión, propia de los dictadores, pareció sucumbir definitivamente. En su lugar, los acuerdos políticos, los pactos y las concilia­ciones a nivel institucional exponen una nueva exitosa metodología política, digna de toda sociedad civilizada. Sudáfrica, tras el acuerdo entre Leclerc y Mandela, logra así -pacíficamente- consagrar un Parlamento de veras representativo. En América Latina, Paraguay clausura su casi secular dictadura y Chile inicia con furor cívico el segundo gobierno no de la concertación. México se “aggiorna” y celebra sus primeras elecciones cristalinas. En El Salvador, un pacto po­lítico garantiza el proceso electoral y neutraliza las pasiones de una sociedad que vivía en encarnizada guerra civil. Argentina y Bolivia emprenden exitosos pactos políticos para realizar reformas constitucionales sin alterar en orden constitucional ni la continuidad política. En Colombia, el M-19 depone las armas y accede a la legalidad por la vía de una Asamblea Constituyente. Brasil y Venezuela deponen a sus respectivos manda­tarios (Collor y C.A. Pérez), mediante métodos constitucionales y amplio deba­te público. Antiguos dictadores, como el boliviano García Meza, tienen abiertos procesos de extradición. Otros, como Videla o Noriega, purgan sus responsa­bilidades en las mazmorras. En Guate­mala, aborta un insólito golpe de Estado comandado por el presidente Constitu­cional, quien hoy es objeto de persecu­ción. América Latina exhibe, así, una etapa de veras inédita para un continen­te considerado inferior, incapaz de afir­mar un orden democrático.

En ese extenso panorama de conti­nuidad institucional y de acuerdos políti­cos permanentes, hubo dos excepciones que enlutaron la democracia latinoamericana: Haití -cuyo golpe fue condenado por nuestra diplomacia- y el Perú. Pero, tras el pacífico derrocamiento de Cedras y el feliz retorno de Aristide, Haití puede incorporarse en este dominó democráti­co. El lunar negro queda monopolizado por el Perú de Fujimori.

-Pero Fujimori no es un dictador....

-No lo es. Claro que no. Fujimori es un hombre respetuoso de la Constitución y de las leyes. Es un hombre dialo­gante y predispuesto a los pactos políti­cos y a los entendimientos. Es incapaz de ofender a los adversarios políticos ni de injuriar a ciudadanos indefensos. Nunca usurpa las funciones de un juez o de un fiscal. Es respetuoso de la autonomía municipal e incapaz de secuestrarle las rentas al Concejo Provincial de Lima. Seria impensable que vuelva a disolver el Congreso o que acepte –calladamente las arbitrariedades de los militares. Es incapaz de abusar del poder para reele­girse...

-Bueno, pero todos esos son asuntos muy ‘formales’...

Tras la caída del Muro de Berlín, los moldes ideológicos que impedían forta­lecer los consensos democráticos fueron sumariamente ejecutados, en un gran triturador de papeles. La reflexión de­mocrática amplía a sus interlocutores. Atrás, muy atrás quedó aquella lastimosa monserga marxista, que denigraba a los regímenes democráticos, como mera­mente ‘formales. Esta nueva tendencia tiene epígonos importantes en el Perú. Caso interesante es el del novísimo So­cialismo Democrático, que conforma la denominada ‘izquierda arrepentida (Ta­pia, Lynch, A. Delgado, Adrianzén, etc.). Renovando su lenguaje, asumen la de­mocracia como lo que siempre fue: un conjunto de métodos, procedimientos e instituciones. Y combaten resueltamen­te todo pretendido cuestionamiento en nombre de ese antiguo handicap a los dictadores: ofrecer una ‘democracia real’.

De pronto, contrariando esta tenden­cia universal (que no permite confirmar cierta globalización de la democracia), en el Perú, alguien está interesado en repetir esas viejas monsergas. Acusa a la democracia de ‘formal’. Y lo hace una y otra y otra vez más. Lo peor es que tal anacronismo no proviene de un ideólo­go de izquierda, ni de un militante del marxismo supérstite. No es tampoco un senderista de la rama ‘Feliciano’ ni es una clandestina proclama que anuncia la aparición de un nuevo movimiento guerrillero. Ese personaje que denosta las ‘formalidades’ de la democracia es el mismísimo señor Fujimori. Sí. El del 5 de abril. El de la convivencia en el Pentagonito. El de las cartas para Abimael y la prisión: para Salinas Sedó. Y sus dicterios antidemocráticos los lanza impunemente, desde las altas cumbres del poder, apoyándose en las televisoras y radios que son sus tan inútiles megáfonos.

Hay quienes han protestado ante la gentileza hacia la señora democracia que pregona este caballero tan autoritario. Hay quienes han emprendido ya -aguerridamente- la crítica de la crítica. Otros, han demostrado justificada alarma ante los arrebatos que estas palabras puedan vaticinar. Hasta la víspera elec­toral, que en el Perú tiene hoy mucho más de víspera que de electoral se ha puesto a temblar, preocupada por su destino. Vamos: que no es para tanto. ¿En verdad alguien se sorprende por esta invectiva contra los regímenes democráticos? No. No es para tanto. En el Perú necesitamos claridad, mayor trans­parencia entre deseos e intenciones y nada mejor para la pedagogía ciudadana y para el porvenir de nuestras costum­bres políticas, que este carné de identi­dad. El tiburón también muere por la boca.

Su árbol genealógico tiene ramas co­nocidas. Y algunas verdes, muy verdes: color uniforme. Déjenlo, pues, hablar. Y que se sienta como en la familia, esfor­zándose por recoger aquellos mismos pretextos que blandieron con perverso éxito dictadores como. Leguía, Odría o Velasco. Todavía no ha bautizado su ‘fujicracia’. Lamentablemente, no podrá llamarla ‘Patria Nueva’, ni podrá exhibir­la como una ‘democracia social de parti­cipación plena’, aunque así lo proclame el servil CCD. Esos cuentos, lamentable­mente, ya están patentado INDE­COPI.

¡Ay! Y tampoco diga que la democracia no se come. Porque, en verdad, hubo, quien –hace dos años– se la ingirió de un bocado.

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